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Imagen de un caballero templario en el fresco de la iglesia francesa de Cressac, en una imagen datada en el siglo XII. En pequeño, el historiador Dan Jones. R.C.
Gloria y ocaso de los guerreros de Dios

Gloria y ocaso de los guerreros de Dios

El historiador Dan Jones relata en 'Los templarios' la historia de los caballeros medievales más legendarios | Ricardo Corazón de León, Saladino o Baibars son algunos de los personajes que, desde dentro de la orden o como enemigos, ayudaron a forjar el mito

Álvaro Soto

Madrid

Lunes, 14 de enero 2019, 00:05

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Ricardo Corazón de León, Saladino, Baibars, Arnaldo de Torroja, los sarracenos, los mamelucos, los asesinos (así llamados por fumar hachís)... Todos estos personajes y todos estos grupos forjaron sus leyendas en un momento muy concreto de la historia, entre los siglos XII y XIV, la época en la que nació, creció y desapareció la Orden del Temple. El historiador británico Dan Jones (Reading, 1981), experto en la Edad Media, recorre el auge y la caída de los guerreros de Dios, como eran definidos, en su ameno y riguroso libro 'Los templarios', publicado por Ático de los Libros.

En 1119, tras la Primera Cruzada, un grupo de caballeros fundó en Jerusalén una orden que se comprometía a proteger a los peregrinos que viajaban desde Europa a Tierra Santa. Inspirándose en los Hospitalarios, los médicos voluntarios que habían levantado un hospital en aquella ciudad en 1080, y siguiendo los votos de castidad, pobreza y obediencia, pasaron de ser menos de diez hombres al mando del caballero francés Hugo de Nayns a formar un ejército poderoso y temido. «Los templarios eran guerreros santos. Hombres de religión y espada, peregrinos y guerreros, pobres y banqueros. Sus uniformes, engalanados con una cruz roja, simbolizaban la sangre que Cristo había derramado por la humanidad y que ellos mismos estaban dispuestos a derrarmar al servicio del Señor», dice Jones.

Se convirtieron poco a poco en un poder fáctico de la Baja Edad Media. Su lealtad, su seriedad y el éxito de sus acciones los llevaron a conseguir el aprecio de gentes ricas y pobres y así se fueron haciendo con tierras y con castillos, dominaron el comercio, prestaron dinero a reyes y nobles, conformaron ejércitos... «Su compromiso de proteger a los peregrinos en Tierra Santa y su filosofía devota hermanada con una austera virtud personal les valió el patrocinio de los poderosos. Y, a medida que estos se alinearon con los templarios, también lo hicieron hombres y mujeres de menor poder en toda la cristiandad, que llenaron las arcas templarias con legados de tierras, propiedades, edificios, ingresos feudales, servicios y posesiones personales», resume Jones.

En la Segunda Cruzada atravesaron las montañas de Asia Menor y conformaron los estados cruzados cristianos (el reino de Jerusalén, el condado de Trípoli y el principado de Antioquía). En este terreno enemigo crean una red de fortalezas y continúan creciendo hasta que llega uno de sus momentos más dramáticos: la batalla de Hattin, en 1187, en la que el sultán más conocido de todos los tiempos, Saladino, intenta borrar del mapa a sus grandes enemigos.

Y casi lo consigue. Pero el impulso de otro personaje legendario, Ricardo Corazón de León, en la década del 1190, vuelve a llevar a los templarios a una nueva edad de oro. Su poder económico se hace enorme y los reyes y los papas acuden a ellos para gestionar sus cuentas y cuidar sus tesoros. Se implantaron también en las ciudades y hasta fueron declarados herederos de un reino, el de Alfonso I de Aragón, en 1134.

La historia de los templarios en España, sin embargo, no es tan destacada como en Francia, Inglaterra o en Oriente Próximo. Embarcados en su propia cruzada, la de la reconquista, los reyes españoles no dedicaron grandes esfuerzos a la lucha por Jerusalén. Además, en la península ibérica tuvieron más implantación órdenes más pequeñas, como la de Calatrava, Santiago o Alcántara.

Los últimos cincuenta años de los templarios fueron terribles y su caída, tan dramática como fue su ascenso. En 1260, los guerreros de la orden se enfrentaban a la vez a dos de las armadas más poderosas de la historia, los ejércitos mongoles de Gengis Khan, por un lado, y los temibles mamelucos, por otro. La derrota contra estos últimos comenzó a minar el prestigio templario y la política terminó de hacer su trabajo contra ellos.

En octubre de 1307, el viernes 13 (de ahí nace la leyenda negra de ese día), el rey francés Felipe IV, aliado con el papa Clemente V, ordenó detener a todos los templarios de Francia para hacerse con sus riquezas. Aunque ese país había sido precisamente el que más había apoyado a los templarios, este monarca sin escrúpulos ordenó juzgar, torturar y ejecutar a los miembros de la orden. El Papa había sentado las bases del ataque en el Concilio de Vienne de 1312, acusando falsamente a sus antes respetados soldados de «apostasía impía, el vicio abominable de la idolatría, el crimen mortal de los sodomitas y varias herejías».

Los templarios que sobrevivieron a los primeros pogromos fueron torturados y quemados en el centro de París tras juicios sumarísimos en los que no se les permitió una defensa justa. Pero después de su aniquilación, los guerreros de Dios pasaron por el filtro de los poemas medievales, las tradiciones, los libros y el cine, ya en los siglos XX y XXI, y así terminaron de convertirse en leyendas.

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