Miriam, superviviente de anorexia: cuando la comida refleja el dolor interno
Esta burgalesa permaneció nueves meses ingresada en Madrid para poder superar un trastorno de la conducta alimentaria
Todo comenzó con pequeñas bromas, «cosas de niños» que parecían no tener demasiada importancia. Pero esas pequeñas bromas se convirtieron en una verdadera tortura para Miriam, que desarrolló un Trastorno de la Conducta Alimentaria (TCA) por el acoso que recibió en su etapa escolar. Este 30 de noviembre, Día Internacional de la lucha contra los Trastornos de la Conducta Alimentaria, recuerda su historia.
Miriam Pérez es una chica sonriente de grandes ojos, pero no siempre su cara mostró esa sonrisa ni sus ojos vivarachos. Cuando era pequeña, ya en la escuela infantil, sufrió algunas «bromas» por su aspecto. «He crecido en el pueblo, todos los chicos de mi quinta hemos crecido juntos, hemos estado nueve años siendo la misma clase, la misma gente», cuenta Miriam.
«Ya desde la 'guarde' había bromitas conmigo. Llegó Primaria y siguieron con lo mismo, porque yo era la niña regordeta, alta y con gafas, tenía 'tres pluses'. Y esto siguió así toda la Primaria», recuerda. El aspecto físico de Miriam, que se salía de la 'norma' de la clase por ser más grande, la convirtió en el centro de la diana de los abusos de sus compañeros.
«Yo intentaba pasar desapercibida, pero no lo conseguía porque se me veía. Así que me apunté a atletismo para correr más que los chicos y poder escapar de ellos cuando me querían pegar», reconoce. «Pero llegó un niño nuevo que corría mucho y no podía escapar de él, así que me apunté a kick boxing. Cuando gané un combate en el patio, ya a finales de sexto de Primaria, es cuando me tuvieron algo de respeto», recuerda.
«Me apunté a atletismo para correr más que los chicos y poder escapar de ellos cuando me querían pegar»
«Primaria me costó mucho», reconoce Miriam, y en ese verano de sexto recuerda que tuvo su «primer intento autolítico». «No lo hice porque pensé que en la ESO sería mejor. Me cambiaron de cole, me fui a otro instituto donde no iban mis compañeros y me aferré a esa esperanza», indica.
Sin embargo, el cambio de centro escolar y de compañeros no fue la salvación que ella esperaba. Tras no haber podido desarrollar «unas buenas herramientas de socialización» se «enganchó a una persona» que pensó sería su amiga y su apoyo. Pero se equivocó.
«Me enganché a ella. En Primero de la ESO éramos un pack, siempre juntas, era mi única amiga. Ella tenía problemas familiares y se desahogaba conmigo y yo siempre tenía la culpa. Yo decía que estaba bien, porque tenía miedo a decirle algo y quedarme sola otra vez. Dejaba que me hablase mal, que me hiciese de todo, mientras ella estuviese conmigo, era lo único que me servía», recuerda.
Pero en segundo de la ESO llegó una persona nueva que se unió a la que ella consideraba su amiga y se hicieron inseparables. «Ellos me dejaban estar con ellos, pero para reírse de mí. Y yo seguía dejándome para no quedarme sola. Pero se iban acumulando las cosas que me hacían. Cada vez se hacía más grande la bola».
«Yo no sabía hacer otra cosa, porque en Primaria no me relacionaba, me pegaban, así que no llegué a desarrollar aptitudes de relación, no tuve la etapa de aprender a relacionarme socialmente porque solo me pegaban, me empujaban, me tiraban la mochila por las mesas…», afirma.
En tercero de la ESO la situación se había vuelto tan insostenible para Miriam que «comer una galleta de dinosaurio en el patio era imposible». «Ese año llegó al instituto la sobrina de mi vecina, con la que jugaba de pequeña, y me salvó», reconoce. «Lloraba en los recreos porque no quería comerme la galleta y ella me la partía y me la metía en la boca para que yo comiese. Mi madre me daba dinero para los bocadillos y nunca me lo gastaba, no me compraba esa comida».
La restricción con la comida fue solo la parte visible del sufrimiento de Miriam. Su cuerpo cambió para dejar de ser la niña gordita y alta que usaba gafas: pasó a ser la adolescente alta y delgada que usaba gafas. Pero eso tampoco cumplió el objetivo de Miriam: que la quisieran y la aceptasen.
Miriam llevaba toda la etapa escolar «sin poder controlar las cosas» que le pasaban, así que intentó controlar lo único que estaba en su mano: la comida. «Te sientes perdida por dentro y lo único que puedes controlar es tu físico y, además, piensas que si cambias te verán diferente», reconoce. Y entonces pasó a ser «la patas cigüeña». «Seguía siendo alta, pero ahora en vez de estar gordita estaba muy delgada, así que todos mis intentos por ser aceptada y pasar desapercibida hacían el efecto contrario», asegura.
«Te sientes perdida por dentro y lo único que puedes controlar es tu físico»
La ayuda de su amiga le ayudó mucho, «pero no fue suficiente» y en cuarto de la ESO «explotó». «Fue mi segundo intento y todo el mundo se alertó y empezaron a tenerme controlada», rememora. Llegó a 1º de Bachillerato y pensaba, de nuevo, que las cosas mejoraría, pero no pasó. Se limitó a estar sola. «Llegó la covid-19 y entre la mascarilla y que me puse flequillo intentaba pasar desapercibida. Pero iba medicada a tope y los ojos me delataban», afirma.
En ese verano de primero de Bachillerato llegó su ingreso: «Al principio pedí yo que me ingresaran porque estaba muy malita, pero me ingresaron bastante después. Yo pensaba que el ingreso no podía ser peor que mi cabeza, en la que estaba constantemente planeando qué ponerme para taparme, pero no demasiado, planeando cómo escaparme de lo que me pasa, disimular…».
Pero el ingreso no fue sencillo. «Estuve nueve meses ingresada en Madrid. Los dos primeros meses no hice nada, no hablaba con nadie, solo quería castigar a mi familia por haberme metido allí», reconoce Miriam. «No les llamaba, no hacía nada, no iba a terapia porque yo no me merecía estar allí, no quería que me privasen de mi libertad», asegura, aunque también reconoce que «no tenía ninguna libertad por la enfermedad, realmente».
«Estuve nueve meses ingresada en Madrid. No hablaba con nadie, solo quería castigar a mi familia por haberme metido allí»
Las normas estrictas y su estado físico y emocional no ayudaban a que Miriam se sintiese bien. «Solo dormía y dejaba pasar el tiempo. Se me hacía eterno, pero lo único que hacía era comer, ir al baño y dormir. Tampoco me relacionaba», reconoce.
Al tercer mes la coraza de Miriam se fue rompiendo, aunque no lo necesario aún, al cuarto comenzó a colaborar y hacer «terapias, tareas y muchos cuadernos y registros». En el centro donde estuvo los permisos se iban consiguiendo según el comportamiento. Poco a poco Miriam comenzó a poder disfrutarlos, salir a pasear, salir de su «burbuja».
A los nueve meses, cuando consideraron que era viable, Miriam salió del ingreso y volvió a su vida en Burgos. «Me costó un año de adaptación más o menos, porque salí del ingreso y todo me aterrorizaba. Los ruidos fuertes no podía con ellos, en el ingreso tuve que contener a compañeras que se estaban haciendo daño, como hice kick boxing y aprendí algo aportaba lo que podía. Además de los ruidos fuertes estaba siempre alerta», asevera.
De su experiencia, asegura que hacen falta más prevención. Ahora se conoce mejor y tiene las herramientas para actuar de manera correcta cuando siente que algo puede no estar funcionando bien. «Ahora estoy mucho mejor. Me sigue costando algunas cosas pero ahora soy consciente de ello y de lo que tengo que hacer y lo que no», asevera. Y reconoce que lo más difícil después de que le hayan dado el alta es «la aceptación». «Hay una vocecilla siempre ahí que hay que saber identificar para no ir hacia atrás. Cuando no le das importancia a esa vocecilla desaparece y la vas enterrando», finaliza.