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Ana Vega
El guardacena

El guardacena

Allá en la época de la picaresca y el hambre triunfó entre los ricos de España un utensilio que guardaba la cena bajo llave

Sábado, 25 de agosto 2018, 08:02

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Si no han oído ustedes la palabra 'guardacena' en su vida, no se preocupen. Es un término bastante raro y antiquísimo que se acuñó para definir con brevedad un artilugio que tenía una misión concreta: guardar la comida a buen recaudo. Recuerden brevemente la cara de desencanto que se nos queda a todos cuando, pensando en encontrar algo rico en la nevera, descubrimos la fiambrera vacía. Y ahora imaginen la desolación que ese hurto culinario puede provocar en momentos de verdadera hambre, sin más posibilidad que chuparse el dedo y mirar el fondo de la cazuela.

Para evitar esa escena dramática y ponérselo difícil a los amigos de la comida ajena se inventó en el Siglo de Oro el guardacena, una marmita o recipiente de metal con tapa que se podía cerrar con un candado. Pensarán ustedes quizás que es algo exagerado, pero hay que tener en cuenta que entonces los pícaros hambrientos abundaban y que el guardacena estaba pensado para su uso en lugares de poca confianza, como ventas o posadas. Antiguamente estos establecimientos ofrecían a los viajeros alojamiento y derecho a cocina, nada más. Esto se traducía en que el huésped debía llevar sus propios alimentos para guisarlos allí o encargarse de comprarlos en el pueblo para dárselos al posadero y que éste procediese al guisoteo. A cambio de cama, techo, sal, servicio y cocina se pagaba una suma denominada «ruido de la casa», supuestamente en pago de las molestias efectuadas al anfitrión.

Pues bien, por si fuera poco el lío de llegar a una venta con cajas destempladas y tener que procurarse uno mismo la pitanza, se corría el peligro de que después de tanto desvelo el plato llegara vacío. Por el camino de la cocina a la mesa podían ocurrir cosas como que la posadera decidiera quedarse con parte de la comida o diera el cambiazo con un producto peor, que el criado metiera la cuchara dentro y le diera un tiento, que se sacara el sustancioso caldo del guiso y se sustituyera por agua o, por supuesto, que los demás viajeros o arrieros presentes se abalanzaran sobre la cazuela y decidieran cenar gratis. La posibilidad de robo se disparaba según se multiplicaban las manos por las que pasaba el plato, de modo que aquellos que podían viajaban siempre con siervos de confianza encargados de vigilar el trámite del cocido. Los guardacenas facilitaron mucho esta tarea, permitiendo encerrar el puchero recién hecho en una marmita con cerradura, que únicamente podía abrir la llave del propietario. Como toda precaución era poca, había incluso guardacenas que necesitaban dos llaves diferentes guardadas por criados distintos y al final, solía ocurrir que se acababa por perder alguna, con lo cual tampoco se cenaba.

Una situación parecida relata Madame d'Aulnoy (1651-1705) en sus memorias sobre su viaje a España a finales del siglo XVII. El 13 de marzo de 1679 escribió en Buitrago del Lozoya cómo estando alojada en su castillo había vivida una amarga experiencia con un guardacena ofrecido por el arzobispo de Burgos. «[…] Volvió cargado con una gran marmita de plata, pero hubo de verse sorprendido al encontrar que estaba cerrada con una cerradura. Es la costumbre en España, y fue preciso mandar a pedir la llave al cocinero, el cual, disgustado de su señor no comiese su olla, respondió que desgraciadamente había perdido la llave en la nieve y que no sabía cómo abrirla. El arzobispo ordenó a su mayordomo que la hiciera buscar, amenazó al cocinero, y la escena sucedía tan cerca de mi cuarto que yo lo oía todo. […] Por más que le dijera y que le amenazasen, no quiso entregar la llave de la marmita, de suerte que la olla quedó allí sin que nosotros pudiéramos probarla». Ya ven cómo se las gastaban los cocineros de entonces.

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